Nunca había llorado tanto como aquel día. Cuando llegué al hospital ya no me veías, aunque tuve la suerte de poder despedirme de ti en ese ratito que nos regalaron en tu habitación. Después, te cogí de la mano mientras tu pecho subía y bajaba, bajaba y subía, cada vez más despacio. Y paró. Te fuiste como viviste, discreta, sin molestar a nadie. Y demasiado pronto. Me gustaban tus comidas de los domingos, ese aperitivo que me preparabas y que hacía enfadar a yayo, que te sonrieras por lo bajini cuando él gritaba y movieras la cabeza como diciendo: «No le hagas ni caso». Que tuvieras secretos conmigo y que siempre sonrieras. Que fueras optimista, trabajadora y luchadora, que soñaras aunque no te dejaran. Que fueras tú misma. Que me entendieras aunque no lo hicieras en el fondo, que te gustara todo lo que tenía, hacía o llevaba, que respetaras todo lo que te rodeaba. Tu sonrisa, tu valor, tus ganas de vivir, tu alegría, tu paciencia, tus manos. Tu ver oír y callar. Nueve años sin ti y todos los días conmigo.
Buffff!
¡Qué bonito!
Muchas gracias Saliary 🙂