Se subió en el 32 y se sentó enfrente de mí. Miraba el móvil con el ceño fruncido, como dudando qué hacer. Al final, decidió realizar una llamada. Su gesto nervioso esperaba una respuesta, pero no apareció nadie al otro lado. Colgó cabreada. Frustrada.
No podía dejar de mirarla. Su aspecto era peculiar. Parecía desordenado pero todo estaba en su sitio, tan cuidado como en apariencia descuidado, una mezcla de estilo punky y hippie, con ciertos toques emo. Pantalón y sudadera negra, zapatillas de cordones naranjas y una riñonera de cuero negro, también. Su pelo, maravilloso, muy corto en los laterales pero con un mechón largo a cada lado, más largo por detrás, la parte central frondosa y cayendo hacia delante, tapando un poco sus ojos. Unas mechas castañas alegraban el atuendo tan oscuro.
Llevaba las uñas de color verde, a juego con el tono de su coletero, sólo pintadas las de la mano derecha y el pulgar de la izquierda; el resto, al natural. Ojos excesivos para mi gusto pero con delineado negro trabajado, y un ligero toque de brillo en sus labios.
Se apreciaba belleza tras aquella fachada con aires rebeldes y destartalados.
No podía dejar de mirarla.
Algo llamó su atención al otro lado del cristal. Me había parecido ver a una chica con el pelo de colores cogiendo una bici en la acera. Ella también la había visto, si era eso en lo que se estaba fijando. Su expresión se abrió por completo; su cuerpo se movió hacia delante, como queriendo salir a través del cristal, y sus ojos ahora muy grandes parecían empañados. Un autobús por el carril contrario le interrumpió e hizo que se recostara en su asiento, de nuevo, con cierta frustración.
El 32 continuó su recorrido y fue el cristal por el que ella miraba el que, de repente, quedó empañado. Lentamente, dibujó un corazón en el vaho de la ventana.
Y yo no podía dejar de mirarla.
En la siguiente parada se subió una extraña pareja. Son padre e hijo, me inventé. El hijo se sentó a mi izquierda y el padre se quedó en el pasillo, a mi derecha. Comenzaron una singular conversación entre ellos, a través de mi cabeza.
Levanté la mirada y los ojos de ella estaban fijos en mí. Me sonreía divertida. Yo le devolví una sonrisa tímida, hasta sonrojada. No sé si había notado que llevaba un rato observándola o simplemente le hacía gracia la escena de esas dos cabezas hablando con la mía en medio. Se rio y giró la mirada. Me reí mientras movía nerviosa mi bolso. Cuando me atreví a levantar los ojos me encontré de nuevo con los suyos, cada vez más risueños. Conexión. Era como un flirteo que me ruborizaba y me llenaba por dentro, a partes iguales.
Seguimos un rato de miradas, medias sonrisas, sonrisas enteras y gestos cómplices. Una parada antes de la mía, ella se levantó, cogió su mochila medio abierta y me dijo «adiós» con los ojos brillantes y el rostro relajado.
Era absolutamente bella.
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