El pasado 5 de marzo la vida nos puso en tiempo de descuento.
De repente, con sólo una llamada, todo estaba del revés y comenzaban unos días en los que, por primera vez, no deseaba que los minutos avanzasen; quería parar, rebobinar y volver a otro lugar en el que las cosas estuvieran bien.
Pero no. Nada estaba bien y todo iba a ser peor.
Y no podía rebobinar, ni siquiera poner un pause.
Quizá parezca una frivolidad, pero tengo que confesar que desde ese 5 de marzo la serie Friends me ha salvado un poquito.
Trabajar sola en casa me dio mucho tiempo y espacio para llorar, para gritar, para limpiarme y sacar fuera la ira, el dolor y la tristeza infinita.
Y no quería dejar de llorar, porque sabía que era es parte del proceso. Pero sí necesitaba parar un poco mi cabeza. Salir por un instante de todo eso y, simplemente, no pensar.
Comencé a ver Friends, desde el primer capítulo. Todos los días mientras comía y muchas tardes tontas en las que sólo tenía ganas de hacerme una bola en el sofá.
Y vale, tal vez no era una solución, pero sí un chaleco salvavidas que me ayudaba a mantenerme a flote. Como una especie de reducto de serenidad.
Porque a pesar de haber visto los capítulos unas 19372734 veces y saberme los diálogos de memoria, sigo llorando de risa mientras Ross cuenta misissipis y temblando de emoción aunque sepa desde el principio que Rachel se bajará del avión.
Y, durante ese ratito, mi cabeza se evade. No piensa.
Y no, no es una solución (todavía sigo viéndola cada día) pero me saca sonrisas y me distancia del dolor. Que sigue pinchando fuerte.
No me malinterpretes. Sé que esto sólo es una tirita que tapona un rato la herida. Que sigue abierta. Que en algún momento, imagino, cerrará para convertirse en cicatriz. Cuando sea. No tengo prisa. Lo que realmente me cura es notar tan cerca el corazón bueno de la gente que nos acompaña en este proceso; lo que me cura es verle sonreír; lo que me cura es intentar seguir siendo valiente para sentir que ella estaría orgullosa.
Friends no me cura, pero es como un abrazo calentito en silencio que me hace cerrar los ojos y respirar un poco más hondo.
Leyendo estas líneas he acabado llorando, todavía después de casi tres meses no me lo creo aún, todo ha sido tan rápido que no me ha dado tiempo de asimilarlo. Para ti tu suegri, para mi la hermana que Carmela no trajo al mundo y que nos ha acompañado nada menos que cuarenta años en casa dispuesta para todo y para todos, echo en falta nuestros largos capazos telefónicos y no verla subiendo y bajando las escaleras como una flecha en las dos ocasiones que he subido desde entonces, y si, es verdad, hace doce años mi casa dio un giro bruscamente, ya no era lo mismo, ahora vuelve a repetirse.
Creo que el mejor chaleco es intentar olvidar aunque no es nada fácil, porque la herida deja marca, y esa marca es para siempre.
Un beso, Javi. Yo también la echo mucho de menos, y cada día más. Qué bonito todo lo que dices de ella, y tan cierto. ❤️
Yo últimamente también necesitaba uno de esos chalecos, ha sido la lectura la que me evade un poquito también. A ver cuando dejamos a un lado las series, los libros, cogemos una botella de vino y nos evadido juntas Mili.
🙂
Buscaré alguna pantera rosa gluten free para acompañar ese vino en buena compañía 😉 ❤️