Te lo dijeron, y te lo dirán, miles de veces. Todas las veces. Estarás bien. Todo pasa. Te curarás. Nadie se muere por amor. Y tú, con la cara llena de sal y la tristeza pesando en tus pestañas, mirarás a esa persona que te sonríe, con compasión y ternura, y pensarás. Y tú qué sabrás. Yo sí, yo me muero. Me muero y nunca más viviré.
Lo que tú no sabías y aprendiste después es que estabas totalmente equivocado. Que tal vez algo de ti sí murió contigo ese día en el que te faltaba la respiración y el corazón latía triste, pero que otra parte consiguió renacer mucho más fuerte, más segura, algo desconfiada, pero mucho más valiente.
Porque no. Nadie se muere. Tú no te mueres. Pasarán los días, los que tú consideres, qué más da si son tres o si son 982, y entonces verás que sigues vivo, cada vez más vivo, y que pesa la desilusión pero pesan más las ganas de volver a ilusionarte. Que sonríes, otra vez, y piensas si quizá nunca deberías haberte olvidado esa sonrisa debajo del sofá, aunque también sabes que el duelo necesita su tiempo, tu tiempo, y que también necesitabas llorar.
Y todo consiste en cambiar la actitud. En pensar en todos los amores que te quedan por estrenar. En olvidar y perdonar. Relativizar. Regresar a ti y cuidarte. Que nadie te querrá más que tú. Y sonríe, todo el rato, que nadie dijo que fuese fácil, pero te prometo que te hará feliz.