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Me dijiste

dijisteMe dijiste que vendrías y te quedaste.
Te quedaste y ya nunca te fuiste.
Me dijiste que estarías conmigo y nunca me sueltas la mano.
Me sujetas y nunca dejas que me caiga. Pero, si me caigo, me sigues sujetando para que me levante con pocos rasguños.
Me los curas con caricias.
Me dijiste que me querías y terminamos amándonos.
Sacaste mi mejor sonrisa y siempre me haces llorar. De risa, claro.
Me dijiste que nunca te irías y aquí continúas.
Continúas caminando a mi lado y devolviéndome [a] la vida cada vez que me abrazas.
Me dijiste que me querías y todavía erizas mi piel.
Me demostraste que para ser valiente hace falta serlo. Nunca me dijiste que lo serías. Simplemente, lo fuiste. Lo eres.
Eres.
Llegaste de repente, sin quererlo, sin buscarte.
Apareciste y sigues presente cada día, cuando abro los ojos, cuando busco tu mano en el sofá. Cuando me miras y sonríes.
Sabes a café recién hecho, suenas a lluvia en el cristal, hueles a Nenuco.
Me dijiste que te quedarías y sigues besándome cada noche.

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La chica del autobús

chica autobus

Se subió en el 32 y se sentó enfrente de mí. Miraba el móvil con el ceño fruncido, como dudando qué hacer. Al final, decidió realizar una llamada. Su gesto nervioso esperaba una respuesta, pero no apareció nadie al otro lado. Colgó cabreada. Frustrada.

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Inspira(te)

Inspirar.

(Del lat. inspirāre).

1. Atraer el aire exterior a los pulmones.

2. Infundir o hacer nacer en el ánimo o la mente afectos, ideas, designios, impresiones, sensaciones o sentimientos.

Inspira.

Coge aire y suelta lo que te pasa pesa.

Inspira.

Levanta la cabeza, mira arriba. Respira. Sonríe.

Inspira.

Para un momento. Observa. Coge aire. Llena tus pulmones de luz.

Inspira.

Cambia tu mirada. Hazla más alta.

Inspira.

Deja que el aire llegue hasta tu tripa, deja que después salga con toda la tranquilidad que necesitas para respirar.

Inspira(te)

Ten siempre cerca a alguien que te inspire. Que te haga respirar. Que te llene de luz y te calme. Que, sin saber cómo, ni de qué manera, te (re)mueva por dentro como nadie lo había hecho nunca.

Inspira(te)

Disfruta de cada sensación que te regale. Saborea cada inhalación, cada rayo de luz que te aporte. Coge aire. Llénate de paz.

Y sonríe.

 

 

 

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Deberías darte permiso

Deberías darte permiso.
Si tienes ganas de llorar, llora.
Si te apetece saltar, salta. Si sólo quieres escuchar reggeaton, sube el volumen y canta.
Date permiso para aprender de cada sensación que tengas, date permiso para no hablar si el día se ha levantado gris. Date permiso para tener un día gris.
Deberías darte permiso para callar, para pensar, para llorar mientras te duchas. Permiso para no tener ganas. Para no estar.
Date permiso para cambiar de opinión. Para rabiar.
Llora si tienes ganas de llorar. Date permiso para soltar.

deberias darte permiso

Pero haz que, después, vuelva a salir el sol. Todos tenemos días en los que no apetece brillar. Lo importante es que sientas todo lo que pueden traerte y ofrecerte esos días, esos momentos, la nostalgia, lo aceptes, le des la bienvenida, aprendas, y lo dejes pasar para continuar sonriendo.

Date permiso para quedarte toda la tarde en el sofá, debajo de la manta, viendo una peli mala de las que hacen llorar sin motivo. Date permiso para estar contigo, para tu silencio, para que las horas de ese domingo pasen como a ti te apetezca.

Date permiso para amar como quieras amar, para querer a quien quieras querer, para dejar de querer a quien ya no quieras querer. Y, si quieres, odia. No te atormentes. Date permiso para equivocarte. Los sentimientos son únicos, tuyos, y nacen de dentro. Son reales. Sólo tú puedes diseñarlos, crearlos, aceptarlos y ver qué te pueden aportar. Decidir si se quedan o no. Sabes que no serán, algunos, los mejores compañeros. Lo sabrás. Y sabrás dejarlos ir, si quieres. Date permiso. Sólo tú decides cómo vivir tu vida. Recuerda que sólo tienes una.

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Una causalidad que cambió mi vida

Una de mis profesoras preferidas de coaching siempre dice que llegó hasta ese apasionante mundo no por casualidad sino por causalidad.

Y, en realidad, quizá todo sea cuestión de causalidades. Causa – efecto. Así comienza todo.

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S.

S

Cuando la vi por primera vez ella lloraba. Lloraba, lloraba, y no podía parar de llorar. Teníamos un nuevo escenario ante nosotras, nos tocaba compartir techo en aquella residencia de estudiantes y, en ese primer encuentro, ella lloraba, lloraba y lloraba, y yo sólo observaba todo lo que me rodeaba, nerviosa y ansiosa por lo que se iniciaba ahí.

Ella pensó de mí que era un cardo.

Los días pasaron y nuestras habitaciones compartían tabique. No recuerdo cómo comenzamos a ser las mejores amigas de aquella planta; ella dejó de llorar y yo de ser un cardo, y juntas emprendimos un camino que ya nunca se ha separado. 17 años agradecidas y emocionadas.

Yo me colaba en sus clases de Teleco y ella en las mías de Periodismo; me venía a buscar por la habitación 12, nos cogíamos del brazo para atravesar ese pasillo y bajar las escaleras de caracol ¡y nunca nos caímos! Había que bajarlas cantando. Durante los fines de semana que la gente se marchaba a sus casas ella y yo nos quedábamos solas, pero siempre acompañadas, cenábamos juntas en un comedor en penumbra y nos íbamos al cine o salíamos hasta la hora que nos marcaban las monjas. Que siempre era demasiado pronto. Nos pasábamos horas hablando en la habitación de la otra, masajes con los pies, cartas por debajo de la puerta, palmeras de chocolate (sólo media). Pedro. Llorábamos de risa y de tristeza cuando tocaba. Ya llorábamos juntas y yo ya dejé de ser un cardo.

Dos años en aquella residencia y 17 años sin separarnos. La vida nos trajo cosas que siempre compartimos y que siempre fue mejor pasar juntas. Nunca fuimos buenas suponiendo pero siempre fuimos las mejores en actitud.

Mañana emprende una nueva aventura y sé que va a ser genial. Nunca sus ojos brillaron tanto ni su sonrisa fue tan bonita. Yo seguiré a su lado para compartir todo lo que nos queda por vivir, para seguir llorando de risa, ya sin suponer, sabiendo que todo está [por fin] en su sitio.

Te quiero, amiga.

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Nueve

Nunca había llorado tanto como aquel día. Cuando llegué al hospital ya no me veías, aunque tuve la suerte de poder despedirme de ti en ese ratito que nos regalaron en tu habitación. Después, te cogí de la mano mientras tu pecho subía y bajaba, bajaba y subía, cada vez más despacio. Y paró. Te fuiste como viviste, discreta, sin molestar a nadie. Y demasiado pronto. Me gustaban tus comidas de los domingos, ese aperitivo que me preparabas y que hacía enfadar a yayo, que te sonrieras por lo bajini cuando él gritaba y movieras la cabeza como diciendo: «No le hagas ni caso». Que tuvieras secretos conmigo y que siempre sonrieras. Que fueras optimista, trabajadora y luchadora, que soñaras aunque no te dejaran. Que fueras tú misma. Que me entendieras aunque no lo hicieras en el fondo, que te gustara todo lo que tenía, hacía o llevaba, que respetaras todo lo que te rodeaba. Tu sonrisa, tu valor, tus ganas de vivir, tu alegría, tu paciencia, tus manos. Tu ver oír y callar. Nueve años sin ti y todos los días conmigo.